domingo, 24 de abril de 2011

Azorín en Yecla


La ciudad despierta. Las desiguales líneas de las fachadas fronterizas a Oriente, resaltan al sol en vívida blancura. Las voces de los gallos amenguan. Arriba, en el santurario, una campana tañe con dilatadas vibraciones. Abajo, en la ciudad, las notas argentinas de las campanas vuelan sobre el sordo murmullo de voces, golpazos, gritos de vendedores, ladridos, canciones, rebuznos, tintineos de fraguas, ruidos mil de la multitud que torna a la faena. El cielo se extiende en tersa bóveda de joyante seda azul. Radiante, limpio, preciso aparece el pueblo en la falda del monte. Aquí y allá, en el mar gris de los tejados uniformes, emergen las notas rojas, amarillas, azules, verdes, de pintorescas fachadas. En primer término destacan los dorados muros de la iglesia Vieja, con su fornida torre; más bajo la iglesia Nueva; más bajo, lindando con la huerta, el largo edificio de las Escuelas Pías, salpicado con los diminutos puntos de sus balcones. Y esparcidos por la ciudad entera, viejos templos, ermitas, oratorios, capillas: a la izquierda, Santa Bárbara, San Roque, San Juan, ruinoso, el Niño, con los tejadillos de sus cúpulas rebajadas; luego, a la derecha, el Hospital, flanqueado de sus dos minúsculas torrecillas, San Cayetano, las Monjas...

Azorín.

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