domingo, 24 de abril de 2011

Azorín en el Collado de Salinas

Lector: yo soy un pequeño filósofo; yo tengo una cajita de plata de fino y oloroso polvo de tabaco, un sombrero grande de copa y un paraguas de seda con recia armadura de ballena. Lector: yo emborrono estas páginas en la pequeña biblioteca del Collado de Salinas.

Quiero evocar mi vida. Es medianoche; el campo reposa en un silencio augusto; cantan los grillos en un coro suave y melódico; las estrellas fulguran en el cielo fuliginoso; de la inmensa llanura de las viñas sube una frescor grata y fragante.
Yo estoy sentado ante la mesa; sobre ella hay puesto un velón con una redonda pantalla verde que hace un círculo luminoso sobre el tablero y deja en una suave penumbra el resto de la sala. Los volúmenes reposan en sus armarios; apenas si en la oscuridad destacan los blancos rótulos que cada estante lleva, a fin de que me sea más fácil recordarlos y pedir, estando ausente, un libro.
Yo quiero evocar mi vida; en esta soledad, entre estos volúmenes, que tantas cosas me han revelado, en estas noches plácidas, solemnes, del verano, parece que resurge en mí, viva y angustiosa, toda mi vida de niño y de adolescente. Y si dejo la mesa y salgo un momento al balcón, siento como un aguzamiento doloroso de la sensibilidad cuando oigo en la lejanía el aullido plañidero y persistente de un perro, cuando contemplo el titileo misterioso de una estrella en la inmensidad infinita.

Y entonces, estremecido, enervado, retorno a la mesa y dudo ante las cuartillas de si un pobre filósofo, que vive en un grano de arena perdido en lo infinito, debe estampar en el papel minúsculos acontecimientos de su vida prosaica...


Azorín.

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