Desde Jumilla he venido en carro hasta la casa de don Antonio Ibáñez, que es la primera de las que hay en el Pulpillo.
Aquí he bajado: deseaba volver a pisar la tierra de esta inmensa llanura, respirar el aire a plenos pulmones, bañarme en el sol tibio, de primavera, que inunda la campiña. Y he sentido, al tocar la tierra y extender la mirada a lo lejos, una sensación como de voluptuosidad triste, de angustia y de bienestar...La llanura verdea en su extensión remota; los sembrados están altos y se mueven de cuando en cuando, como oleadas, mecidos por ráfagas suaves de aire templado. Veo las rojizas lomas de las Moratillas,
las Atalayas con sus laderas amarillentas salpicadas con los puntitos simétricos de los olivos, la imperceptible silueta azul, allá en el fondo, de la sierra de Salinas. La casa del obispo, donde yo estuve con el maestro la última vez, aparece en medio del llano; su techo negruzco asoma entre la cortina verde de los olmos; la chimenea deja escapar una blanca columna de humo que asciende lentamente. Y las negras copas romas de los cipreses emergen inmóviles en el azul del cielo. No se oye nada; no se ve a nadie. Y yo pienso, mientras recorro este camino pedregoso, que rompe en culebreos violentos la planicie, en la ruina tremenda de este país desdichado.
Azorín.
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